Quemando suela

Ayer fui a comprar unas zapatillas de correr. Tras un estudio de mi pisada, un exhaustivo interrogatorio sobre mis hábitos de runner, un análisis de sangre, otro de orina, un examen psicotécnico, un test de Rorschach y un programa de entrenamiento de la NASA, finalmente me dieron unas zapatillas adecuadas a mi perfil y pude salir con la caja de la tienda. También me vendieron unos calcetines que cambiarán radicalmente mi experiencia como runner. Las zapatillas son verdaderamente espantosas. 
Atroces. Sus múltiples y estridentes colores, cambiantes según la incidencia de la luz, me recuerdan a unos señuelos de plástico con forma de calamar que compraba de niño en Godofredo para ir a pescar (los de secano no pillaréis esta referencia de auténtico lobo de mar). Por lo visto la última vanguardia deportiva no entiende de estética y estas zapatillas, todo un prodigio tecnológico, la ciencia deportiva más avanzada puesta al servicio pedestre del hombre, tienen que ser gloriosamente feas.
Así que me fui a casa, me vestí con mis nuevos bártulos con la solemnidad de un torero, y salí a correr por El Retiro.
Conviene aclarar que compré las zapatillas para salir a correr porque ahora parece que se ha impuesto una curiosa moda, sobre todo entre ellas, de llevar zapatillas de running para realizar cualquier actividad salvo, precisamente, la de ir a correr. ¿Estamos ante el regreso de la señora del abrigo de visón y el chándal? Es posible. Desde que volvieron las hombreras uno ya no puede dar ninguna moda por muerta y enterrada. La semana pasada, en la fiesta de inauguración de un restaurante, conté hasta 16 pares de zapatillas Nike de runner. Todas iguales o muy parecidas. A mí estas cosas me fascinan.
No, no me gusta correr. Es más, odio correr. Me aburre soberanamente. Jugando al fútbol siempre fui de la corriente valderramista; “lo que tiene que correr es la pelota, no el jugador”. Ya de niño, en el equipo de mi colegio, vivía de cierta técnica para no tener que correr y hasta mi abuela (¡mi propia abuela!) me dijo tras ir a verme un partido que no metía la pierna y que no sudaba la camiseta. La primera vez que sospeché que algo iba mal fue en el descanso de un partido, cuando reparé en que mis compañeros sudaban profusamente y estaban manchados de barro hasta las orejas, como soldados en las trincheras de la Segunda Guerra Mundial, mientras yo estaba impoluto, hecho todo un pincel, tal que parecía recién salido de la ducha. Alguien está haciendo algo mal aquí. O ellos o yo. Y son 10 contra 1. Así que, al acabar los partidos, solía tirar disimuladamente mi incólume camiseta blanca en algún charco para luego enseñársela a mi padre en casa y fingir que había vivido toda una batalla, un partido de sangre, sudor y lágrimas.
Ahora sigo viviendo de los despojos de aquella técnica y mis amigos me sacan en las pachangas a jugar 20 minutos, como quien se saca al escenario a una vieja y decadente estrella de rock a modo de espantapájaros. Hago un par de toques, mi célebre (aunque algo oxidada) bicicleta e intento un par de caños. Y luego ya me sientan, exhausto, con calambres, rozando el vómito y al borde de la parada cardiorrespiratoria. El otro día jugamos contra unos chicos de 18 años, rápidos, elásticos y con peinados rabiosamente modernos. Perdimos 1-7. Como Brasil contra Alemania. Tuve una falta al borde del área. Me preparé para ejecutarla con cara circunspecta, pensando ya en cómo celebrar el gol en el banderín de córner. Y la mandé, literalmente, a la M-30. Un chico de 18 años del equipo rival se me quedó mirando con cierta insolencia y a mí me entraron ganas de agarrarle por la pechera y gritarle enajenado al más puro estilo Norma Desmond en El Crepúsculo de los Dioses:
¿Qué coño miras, Justin Bieber? Yo estas antes las metía. Yo fui grande. SIGO SIENDO GRANDE. ES EL FÚTBOL EL QUE SE HA HECHO PEQUEÑO.
Así que ahora salgo a correr, principalmente, para no morirme en los partidos de fútbol. Y para luego poder permitirme toda clase de excesos contra mi salud. Salgo a correr todos los días. Y siempre por el Retiro. Antes solía correr en la cinta del gimnasio pero un médico me dijo hace poco en una cena que era muy malo para las rodillas y otras articulaciones, lo que supuso la excusa perfecta que andaba buscando para abandonar esa máquina del diablo, el único sitio del mundo donde el tiempo se detiene y cada minuto parece durar un cuarto de hora.
Corro también porque he descubierto que me ayuda a dormir más profundamente. Y yo soy muy partidario de cualquier cosa que me ayude a mejorar mi ya de por sí excelente capacidad para dormir durante largas horas.
Soy incapaz de correr sin música. No puedo. Me desespero. Tras probar varias playlists de running que parecían más bien el hilo musical de Bershka, al final terminé pidiendo a varios amigos que me hicieran una lista de canciones con las que ellos se vinieran arriba. Tiene un título algo épico: “Mañana en la batalla piensa en mí”, como el libro de Javier Marías, porque cada mañana, cuando pongo un pie en la calle y se ciernen sobre mí la pereza de correr, el frío y la oscuridad de los árboles del Retiro, que a veces parece el Bosque Sin Retorno, le doy al Play y suena algún tema, desde Johnny Cash a Kiko Veneno pasando por Taylor Swift y el reguetón más extremo, que tiene un efecto vigorizante en mí y que me recuerda a algún amigo bailando de forma ridícula en una boda o a un viaje a Túnez o a las noches en Nueva York discutiendo en un taxi sobre la conversión de grados Fahrenheit a Celsius. Y me da un ataque de risa mental. Y es como si leyera alguna carta de un amigo estando en el frente de la batalla.
Corro por puro egoísmo. Corro por mí. Corro para estar solo. Corro simplemente para llegar a ese cono del silencio del que habla Leila Guerriero.
Corro porque me gusta sentir la furia de los músculos, la arrogancia del cuerpo, y porque cada vez es la primera: porque cada vez hay que remontar el agobio y las ganas de no correr y el horror de los primeros minutos hasta que, en algún momento, todo desemboca en un cono de silencio en el que no hay tiempo, ni frío, ni calor, ni cansancio, ni desesperación: sólo la voluntad de permanecer allí para siempre, en ese lugar horrible como si fuera el paraíso. Corro. Corro poco, corro treinta minutos cada día, pero corro. Corro para aprender a aguantar lo que no se aguanta, para no llegar a ninguna parte, para romper el insano silencio del mundo. Para sentir, parafraseando a Clarice Lispector, que soy más fuerte que yo misma.
Corro, como le pasa a Laura Ferrero (qué bien escribe esta chica), sin saber muy bien por qué. Para pensar mucho y no solucionar nada
Y siempre fijo la vista en la nuca del tipo que tengo corriendo delante de mí. Y no paro hasta rebasarle. Hay un momento que particularmente me gusta que es ese preciso instante en el que estoy a punto de adelantarle, cuando ya me he puesto a su altura y puedo oír su respiración entrecortada, la fricción de su cortavientos, la canción que escucha a través de los auriculares y sus pasos. Me gusta ese instante en el que, digo, le estoy adelantando y ya no miro nunca más atrás. Porque sé que tan pronto como le pierda de vista por el rabillo del ojo, ya estaré poniendo la mirada en el cogote siguiente. Y luego, en el siguiente. Y en el siguiente. Hasta que ya no logre alcanzar al último. Y entonces me iré a casa, con la camiseta empapada en sudor como un trofeo.
Recuerdo una entrevista a Clint Eastwood en la que le preguntaban por su truco para, a su edad, seguir estando en forma y continuar haciendo extraordinarias películas cada año. Y dijo que su truco para mantenerse a tono física y mentalmente era, sencillamente, hacer cada día una flexión más que el día anterior. Cada día. Una flexión más que el anterior. Batir cada día su límite por pequeño que fuera. Y el día que no puedes cumplir, volver a empezar. Y esta férrea disciplina, esta forma de superarse poco a poco cada día, lo aplicaba a todas las facetas de su vida. Por eso Clint es un genio, ha ganado Oscars, ha rodado películas de todos los géneros, fue alcalde de Carmel, no para de reinventarse a sus 84 años, puede permitirse echar la bronca a Obama y tiene un hijo que me parece guapo hasta a mí.
Sigo la teoría de Clint. Todos los días subo la criminal cuesta de la estatua del Angel Caído hasta coronar sus 666 metros e intento hacerlo, cada día, un poco más rápido que el anterior. Aunque sea medio segundo más. Cuando llego arriba tengo un subidón de lo que sea que bombee mi cerebro por mis neurotransmisores, que no sé si será dopamina, endorfinas, serotonina o el cubata de la semana pasada. Ni lo sé ni me importa.
Y dejo atrás, por unos instantes, mis problemas. Mis agobios. Mis neuras. Mis dudas. Mis vértigos. Mis errores. Mis horrores. Mis páginas en blanco. Mis promesas incumplidas. Dejo atrás a los runners, a los supinadores, a los pronadores. A los que salen a correr en grupo como si fueran los guardaespaldas del Presidente de los Estados Unidos. Dejo atrás las frases motivacionales, el Just Do It, el No Pain No Gain y otros eslóganes publicitarios. Dejo atrás al frutero levantando las persianas. Dejo atrás los 200 euros que me han costado estas horrendas zapatillas. Dejo atrás a los que luego inundarán el timeline de mi Instagram con su recorrido. Dejo atrás a los que llevan pulsómetro con GPS pero hace mucho tiempo que perdieron el norte. Dejo atrás a Holden Caulfield. Dejo atrás a los de la clase de Tai Chi o lo que sea eso que hacen sobre el césped. Dejo atrás la Casa Árabe, la Puerta de Alcalá, la estatua del Ángel Caído, el Palacio de Cristal, las barcas de los enamorados. Dejo atrás el pasado, el presente y el futuro. Dejo atrás el lunes, el martes, el miércoles y el jueves. Dejo atrás los meses. Dejo atrás las estaciones. Dejo atrás la luz y la oscuridad sin importarme quién gane. Dejo atrás pinos, palmeras, hayas, robles. Dejo atrás, mientras suenan las canciones, viajes, historias, años, amigos. Dejo atrás lo que va tras de mí.
Corro hasta llegar al final que es el principio que es el final.

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