La primera película que vi por segunda vez

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Ayer fue el primer día de este año recién estrenado cuyas suelas aún nos resbalan por la calle. Así que me metí en un cine. Ir cada primero de enero al cine es una tradición que mantengo desde hace tiempo. Ayer tocó The Imitation Game (grande, Benedict Cumberbatch). Y es que no conozco nada mejor que sentarse frente a esa enorme pantalla para que te cuenten una historia y airear la mente tras unos días de cenas familiares, comidas pantagruélicas, serpentinas y whatsapps intensos. Es lo más parecido a abrir una ventana y ventilar una habitación cargada tras una noche de whisky y tabaco. Como pedir asilo político en la embajada de un país imaginario.
Una vez leí, no me acuerdo si a Umbral o a Garci, una frase con la que me siento plenamente identificado. Nunca supe qué me gusta más: ir al cine, el cine o los cines.
Mientras volvía a casa, andando por esas calles sorprendentemente vacías y frías, me puse a pensar en la primera película que vi por segunda vez en un cine.
Cómo olvidar aquella primera película que fuiste a ver dos veces al cine.
Cómo olvidarla.
Hay ciertas películas que uno desearía no haber visto nunca para poder volver a ver de nuevo por primera vez. Una de esas historias que te hacen abandonar la oscuridad del cine trastabillando como un boxeador al que acaban de sacudir un crochet demoledor. Una de esas películas que te escupen a la calle y todo en ella te parece distinto a cuando entraste: las luces, los coches, los olores, los ruidos. Y los anuncios luminosos te parecen estrellas y las estrellas, anuncios luminosos, como le ocurría a Lorca paseando por las calles de Nueva York. Y por un instante sospechas que tu vecino de butaca te ha deslizado MDMA en la bebida cuando no mirabas.
Y te vas alejando, calle abajo, dando la espalda al cine, rumiando lo que acabas de ver, sumido entre el respeto y la confusión, como un niño que sale del mar tras ser volteado por una ola: vagamente desorientado pero con esa inconfundible sensación de estar vivo.
Lo cuenta el escritor David Gilmour: “…la segunda vez que ves una película realmente es la primera. Necesitas saber cómo acaba para poder apreciar en su plenitud la belleza de una historia bien contada desde el principio”.
No, no hablo de cuando te viste arrastrado por esa protonovia que quería ver “Love Actually de nuevo. Ni de esa película de Woody Allen en la que te metiste otra vez accidentalmente y que te hizo darte cuenta de que realmente necesitabas visitar con urgencia al oculista. Me refiero a aquella película que, tras el The End, te hizo pensar por primera vez: Necesito-volver-a-ver-esto-otra-vez.
A mí me pasó con 11 o 12 años. Era mi cumpleaños y mi madre me dejó invitar a un amigo al cine. Aunque pueda sonar algo raro, jamás fui al cine con mis padres. Mi padre siente una enorme claustrofobia en los espacios oscuros y cerrados. Y a mi madre solo le gustan las historias de amores imposibles entre alguna huérfana sordomuda y un valiente soldado británico separados por una guerra mundial con malvados nazis de por medio que no creen en el amor. Así que necesitaba buscarme la vida.
Agarré el Diario Montañés por la parte de atrás e investigué la cartelera en busca de una película. Cuando eras niño, elegir una película que ver en el cine era una tarea relativamente sencilla. Primero eliminabas todas las películas No recomendadas para menores de 18 años por imperativo materno. Luego todas las que se proyectaban en cines en un radio de acción que requerían desplazarte en coche. Y finalmente te cargabas todos los dramas y películas románticas. Gracias a este sofisticado proceso de selección fue cómo acabé sacando dos entradas para una película completamente desconocida para mí.
Se llamaba “Mejorimposible”.
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Hay que estar muy seguro de tu película y de ti mismo para llamarla Mejorimposible. Es como cuando pones a una pizza el nombre de tu local: te expones a una severa humillación.
Conocía a ese tal Jack Nicholson que aparecía en el cartel de la película del mismo modo que uno conoce a un pariente lejano con el que solo coincide en bodas y comuniones. Podía reconocerlo por la calle. Y sabía su nombre. Pero no había pasado demasiado tiempo con él.
Recuerdo sentarme en la butaca del cine Los Ángeles con cierto nerviosismo, preocupado porque a mi amigo le gustara aquella película a la que lo había arrastrado. Recientemente habíamos ido a ver una preciosa película llamada Profesor Holland, que a mí me había fascinado, pero que a mis amigos les había aburrido miserablemente. No podía gastar más cartuchos.
Mi prestigio estaba en juego, maldita sea.
Mejor imposible empieza con una escena brutal en la que Jack Nicholson destroza verbalmente a su vecino. Consigue ser cruel y, al mismo tiempo, logra transmitir que, realmente, en el fondo, él no es así de horrible. Basta esta simple puesta en escena para entender toda la personalidad que subyace bajo su personaje. Ese momento, el dominio de la hipérbole, el sarcasmo, esa forma de hablar de Nicholson, y su mirada. Fue cuando aprendí que en esta vida no hay arma más demoledora que el sentido del humor.
Y aquello hizo clic en mí.
Pues yo trabajo a todas horas. Así que nunca, nunca, me interrumpas, ¿de acuerdo? Ni aunque haya un incendio. Ni siquiera si oyes un golpe seco en mi casa y al cabo de una semana sale de aquí un olor que tan solo puede ser el de un cadáver putrefacto, y has de llevarte un pañuelo a la cara, porque el hedor es tan fuerte que te vas a desmayar, aún así, no llames aquí. O si es la noche de las elecciones, y estás emocionado y quieres celebrarlo porque algún chupapollas con el que sales ha sido elegido primer presidente marica de los Estados Unidos, y ha decidido que va a llevarte a hacer locuras a Camp David, y quieres a alguien con quien compartir ese momento. No llames. No. A esta puerta, no.
El personaje de Jack Nicholson se pasa prácticamente toda la película insultando a judíos, negros, homosexuales, camareros, secretarias, asistentas, mujeres en general, médicos, puertorriqueños, perros, y casi cualquier colectivo susceptible de opresión. Y aún así consigue caerte bien.
Eran otros tiempos. Ciertas bromas estaban permitidas y ganar un Oscar no consistía en engordar/adelgazar 20 kilos y estar durante horas en la sala de maquillaje para imitar en un biopic a un personaje histórico ya fallecido como si fuera Lluvia de Estrellas. Jack Nicholson se tuvo que crear un personaje de la nada, sin vídeos, sin fotos, sin perfiles psicológicos, sin una vida llena de obras y milagros. Y sacó Matrícula de Honor sin usar chuleta.
Cuando meses más tarde vi a Jack Nicholson en el telediario recogiendo el Oscar al mejor actor, evitando las líneas de las baldosas como su personaje en Mejor Imposible, lo interpreté como una broma privada, algo solo entre nosotros, y tuve la idiota sensación de sentirme una pequeña parte de aquel Oscar. ¡Había ido a verla dos veces! Raro que no me mencionara en el discurso de agradecimiento.
Aquella tarde salí del cine con mi amigo tocado por lo que acababa de ver. Alteraba mi orden natural de las cosas. Y lo cierto es que Mejor Imposible tampoco es que sea la gran obra maestra del cine. Adolece de cierto sentimentalismo de sit-com norteamericana y chapotea por momentos entre varios géneros sin acabar de definirse. Pero a mí me tocó. Fue el momento y el lugar. Como cuando te gusta una chica: simplemente te gusta. Y explicar por qué te gusta es algo que nunca se debería hacer, como con los trucos de magia y los tatuajes.
Me gusta MejorImposible por cosas tan prosaicas como esos pisos neoyorquinos de techos altos, porque suena “Days like this” de Van Morrison, por las manías de Jack Nicholson y por la risa tan inteligente como seductora de Helen Hunt. Pero principalmente me gusta porque me gusta.
Al día siguiente de salir conmocionado tras ver MejorImposible, arrastré a mi primo mayor a ver la misma película con la excusa de mi cumpleaños. Y recuerdo muchas cosas de aquella tarde. Recuerdo a la mujer de la taquilla, masticando chicle y levantado las cejas al verme plantado de nuevo otra vez ahí. Recuerdo la ropa que llevaba cada uno. Pero, sobre todo, recuerdo que lo que más me gustó fue la sensación de saber de antemano qué iba a pasar y poder ver la reacción de los ahí presentes con cada broma. Disfrutar compartiendo mi secreto.
Hace poco leía una frase del director de cine Truffaut que me fascinó y que me devolvió a aquella primera vez que vi una película por segunda vez en el cine:
Lo más bello que se puede ver en una sala de cine es cuando vas hasta el frente, te das la vuelta, y contemplas la luz de la pantalla reflejada en las caras de esas personas completamente absortas viendo una película que les gusta.
Julia Roberts & Hugh Grant Notting Hill ©Universal Studios
Ya está aquí 2015. No voy a soltar más consejos de galletas de la fortuna de los que circulan por ahí. Vive. Sueña. Enamórate. Equivócate. Atrévete, salte del closet. Viaja. Huele un naranjo. Baila sobre la hierba descalzo bajo la lluvia. 
Porque la vida, a veces, consiste en placeres tan secretos, mundanos e intensos como disfrutar viendo a otros disfrutar.
Que tengan mucho de esto.
Feliz año, etc.

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