Hierbabuena

El amor,
ese viejo neón
al que aún
se le encienden
las letras
Karmelo C. Iribarren

Enciendo la televisión. Es la noche de los Oscar. Veo a Sienna Miller posando para los periodistas en la alfombra roja con un vestido de Óscar de la Renta. Y algo se activa en mi cerebro (aparte del horrible chiste: Vaya, parece que Sienna Miller se ha traído su propio Oscar de casa, que de forma inexplicable resuena en mi cabeza con la voz de Matías Prats).
Ver a Sienna Miller me hace recordar un momento de hace años, cuando un amigo me llamó con la urgencia de quien te avisa de un incendio en tu edificio para decirme que fuera inmediatamente al cine a ver Alfie porque salía Sienna Miller “prácticamente desnuda, tan solo llevando unas botas”. Típica llamada con cierto contenido sexual a la hora del aperitivo familiar del domingo que escuchas mostrando un rictus serio al lado de tu tía abuela Titi, musitando Ajá, correcto, sí, perfecto, como si al otro lado de la línea estuviera un operador contándote las bondades de tu portabilidad a Vodafone. Y yo sentí que ya no respetábamos ni los domingos, al más puro estilo The Wire cuando disparan a la abuela de Omar camino de la iglesia, saltándose la sagrada tregua dominical entre camellos de West Baltimore.
Fui a ver Alfie, claro. Esa misma semana. Siempre me tomo muy en serio las recomendaciones cinéfilas de mis amigos. Además por aquella época a mí me gustaba bastante Sienna Miller. Bueno, y me sigue gustando. Que escrito así suena como si hubiera quedado con ella a cenar y hubiera salido luego desencantado de la experiencia. Mi amiga Ángela, mi content curator (porque ahora se dice content curator) en temas de moda y estilo, siempre me decía que Sienna tenía cierto toque hortera vistiendo. Que la que tenía rollo de verdad era Kate Moss. Así que a mí no me podían gustar las dos. O de los Stones, o de los Beatles. O de Sienna, o de Kate. Tal vez por eso fui a verla semidesnuda en Alfie. Necesitaba formarme una opinión sin prejuicios de vestuario.
Lo cierto es que no salí muy entusiasmado de la película. Me saturó la omnipresencia de un Jude Law encantado de haberse conocido en cada plano. Tampoco es que fuera yo muy entusiasta de la Alfie original con Michael Caine, todo hay que decirlo. Pero sí que disfruté de la banda sonora, de Marisa Tomei y, efectivamente, de una Sienna Miller haciendo de mujer fatal con cierta tendencia a la autodestrucción, pintando paredes con una camisa rosa (o salmón, según el Pantone de Ross Geller), fumando, y pisando por la vida como el caballo de Atila.

Hay una escena en concreto que me llamó poderosamente la atención. Ese momento en el que Alfie compara al inestable personaje de Sienna Miller con la estatua de una diosa que le había impactado de niño durante una visita escolar a un museo: extraordinariamente bella pero dañada de forma irreparable. Algo solo perceptible desde cierto ángulo. Un defecto apreciable únicamente cuando te encuentras muy cerca. Demasiado.
Cuando era niño, la escuela nos llevó de visita cultural a ver un poco de arte a uno de esos grandes museos de la ciudad. Me quedé mirando la estatua de una diosa griega hecha en mármol. Era hermosa. Una figura femenina perfecta. Unos rasgos precisos. Exquisita. Me quedé embobado. Cuando la profesora nos llamó, pasé al lado de la diosa griega y me di cuenta de que estaba llena de grietas, mellas, imperfecciones, arruinando por completo mi impresión de la estatua…
Así es Nikki. Una escultura preciosa, dañada de forma que no te das cuenta hasta que estás demasiado cerca

Me quedé masticando aquel momento.
Tiempo después de ver la película, leyendo en un tren hacia Alcalá de Henares, me topé con un párrafo muy similar en las polémicas memorias sentimentales de Luis Racionero,  “Sobrevivir a un gran amor, seis veces”. Contaba cómo de joven había vivido una decepción similar a la de Alfie con otra estatua durante la visita a un museo, y lo comparaba con su relación con algunas mujeres de notable belleza que habían pasado por su vida, y que luego habían resultado estar agrietadas, rotas, irreparables.
De esta coincidencia saqué dos conclusiones rápidas
1.- Hay gente que lleva un rollo muy turbio con las estatuas cuando visita museos.
2.- La metáfora, no obstante, me resultaba muy familiar.
Y pensé en todas esas chicas-estatua similares que había conocido. Y en todos los chicos-estatua. En esa facilidad que tenemos para echar la culpa al de enfrente de nuestros propios naufragios.
Era muy guapa pero estaba bastante loca.
Era buen chico pero resultó ser un intenso.
Me gusta pero no me encanta.
Me has conocido en un momento extraño de mi vida

Me reconocí a mí mismo parapetándome tras esas excusas lamentables de estatuas. Y luego me di cuenta de una realidad innegable. Un giro inesperado de los acontecimientos que me hizo revivir la escena final de la taza de café de Sospechosos Habituales: yo era el culpable. Los demás estaban perfectos. Yo era el de los defectos. Yo era el del costado dañado cuando te acercabas. Yo era el de las imperfecciones. Yo era el tarado. Yo era, en fin, la estatua. Con el agravante de que nadie me querría en su museo.
Hace unos días me llamaron de una revista latinoamericana para escribir sobre enamorarse. Yo no sé por qué me mandan a mí estos encargos tan complicados. Luego me di cuenta de que se trataba de un especial de San Valentín y me bajé del carro a tiempo. Que uno empieza participando en un especial de San Valentín y termina un 14 de febrero cualquiera en un spa viendo Cincuenta sombras de Grey y comiendo fresas bañadas en chocolate. Cuando ya has entrado en esta rueda, es difícil salir. No obstante, seguí dando vueltas a eso de escribir sobre los enamoramientos, como si fuera Javier Marías. Pensar sobre un artículo que jamás publicaré es una de mis mayores especialidades profesionales.
Siempre he pensado que escribir sobre un espinoso tema como el amor es un ejercicio de funambulismo del que es muy difícil salir indemne sin hacer el ridículo. Es tratar de jugar al primer toque en un Mendizorroza embarrado. Como cuando te encuentras con una escena de sexo en un libro: o es una perorata técnica sobre anatomía como la fría exposición de un homicidio propia de un forense de CSI Miami, o parece escrito por un adolescente en plena efervescencia hormonal.
¿Cómo describir con palabras la sensación estar enamorado?
Para mí es estar trabajando duro una larga temporada, aguantando a una caterva de estúpidos a tu alrededor de distinto calibre, e irte por fin unos días de vacaciones a algún lugar con mar, y tras una cuantas horas en el coche, incluyendo el infame atasco a la salida, llegar ya anocheciendo, y es entonces cuando bajas la ventanilla del coche, con un disco antiguo de Weezer sonando,  y aunque no puedas ver el mar, ya notas el aire cálido cargado de sal. La electricidad. No ves el mar todavía, pero lo notas en el paladar, en los labios, en el pelo. Lo hueles. Sabes que hay ahí algo, a la vuelta de la esquina, en la siguiente calle, o tal vez tras ese edificio horrible, algo que aparecerá de repente, algo grande que hará que todo merezca la pena. Un momento fugaz y fulminante. Creo que eso es lo más parecido que yo conozco a estar enamorado.
Pero, al mismo tiempo, es un arma de doble filo. Traicionero como un mojito: un trago dulce que te emborracha la cabeza en cuestión de minutos y que, como te despistes, te puede dejar como un pasmarote haciendo el ridículo con un trozo de hierbabuena decorando los piños y, para mayor escarnio, siempre eres tú el último en enterarte.
No hay término medio. O, si lo hay, nunca me interesó demasiado. Tal vez haya grados intermedios de enamoramiento. Una cuestión de nomenclatura. De la misma manera que aún empleamos salario de cuando se pagaba con puñados de sal a los romanos, compramos queso light en el supermercado, o cerveza sin alcohol. El nombre permanece. La esencia del asunto, no.
Y es que ahora a cualquier cosa se le llama runner, gin tonic, estatua, queso o amor.
Que nunca te veas en el reflejo del espejo del cuarto de baño con un trozo de hierbabuena en las paletas. Y si lo haces, arranca el coche y dale gas hasta que empieces a oler a mar de nuevo.

Salud, dinero y amor,

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